El vestido
Miguel llegó de la facultad a las once de la noche. Su madre le tenía preparado el plato de comida, igual que siempre. Ese día había pastel de papas y una manzana de postre. Se pusieron a hablar del día, de la facu, de la peluquería, de los plomeros. Hasta que la madre le dio la gran noticia: Silvia se casaba.
-¿Así que se decidió, tu amigo?
-No digas así, a tu hermana también le costó tomar esa decisión. Es una de las más importantes de su vida.
Silvia y Miguel se levantaban a la misma hora y comenzaban las peleas por usar el baño. Esa mañana, Miguel tomó por detrás a su hermana mientras ésta se lavaba los dientes y la levantó en el aire.
-¡Impresionante! ¡Mi hermanita va a ser señora!
-¡Soltame, boludo! ¿No ves que se aplastó el dentífrico?
-Camino al laburo le llamo al tonto y le doy la entrada formal a nuestra familia.
-Eso no se hace por teléfono…
El día no fue más complicado que otros. Jornada laboral de ocho horas y clase en la facultad para los dos hermanos de clase media baja que buscaban superarse. A la noche llegó Claudio, alias “el tonto”, para su futuro cuñado, y cenaron todos juntos, incluso el padre, quien, conmovido por la noticia, hizo un esfuerzo notable y apagó el televisor.
-Mi viejo me va a regalar el autito celeste. Está como nuevo. Tiene muchas ganas de que lo carguemos de chicos.
-Yo voy a hacerle un regalo sólo a mi hermana: el vestido.
-¿Y corresponde que se lo regale el hermano?
-¡Qué sé yo! ¡Yo se lo voy a regalar y punto!
Los tres meses pasaron volando. Alquilaron un saloncito chico, ya que no iban a ser muchos invitados. Los ahorros había que invertirlos en la entrada al departamento y la compra de algunos muebles y electrodomésticos (otros, seguro que se los iban a regalar). La abuela Rosa les obsequiaba los souvenirs; este tipo de detalles eran muy importantes para ella. Silvia se emocionaba mucho ante cada prueba del vestido.
-¡Nena, cada vez estás más flaca!
-Y, son los nervios.
-¡No te muevas, que te vas a pinchar!
-Trate de que quede lo mejor posible. No es sólo el deseo de una novia. Es que mi hermano dejó una materia para poder hacer horas extras y pagar este vestido.
El día del casamiento amaneció lluvioso. Silvia y Claudio posaron para el fotógrafo bajo una llovizna finita, con el arroz pegado al cuerpo. Ambas familias almorzaron juntas, y las madres no pararon de hablar de lo maravillosa que sería la ceremonia religiosa.
El padre de Claudio les entregó formalmente la llave del autito celeste y los esposos se dirigieron a la casa de la modista. Silvia se probó el vestido por última vez. Hermoso. Parecía una princesa. Ninguna de sus amigas había tenido un vestido de bodas igual. La modista lo puso en una caja muy bonita y se lo dio. Quedó en pasar por su casa al otro día, a las dieciocho y treinta. Claudio esperaba impaciente. Puso en marcha el autito.
-Esto sí que no te lo dejo ver ni loca.
-¿Creés en esa pavada?
-Sí.
Claudio dejó a Silvia en la puerta de su casa y fue a llevar el autito al garaje.
La lluvia era cada vez más intensa. Miguel se había tomado el día en el trabajo y estaba ayudando a su madre y a la suegra de su hermana con la limpieza. Silvia entró con la caja.
-¡Esto no lo puede ver nadie!
-¡Dale! Si el que no lo puede ver es el novio.
-¡No! En mi último día de soltera, según la religión, tengo antojo de churros. Hermanito, ahí tenés el paraguas.
Las tres mujeres no pararon de hablar ni un segundo. Las madres recordaban sus bodas con lujo de detalles. Silvia estaba ansiosa por la ceremonia religiosa, la noche de bodas y la luna de miel. De pronto, se oyeron dos timbrazos seguidos.
-¿Perdió la llave? ¿O le pesan los churros?
Silvia abrió la puerta y apareció Claudio, pálido.
-A Miguel lo atropelló un auto. Está tirado en la calle, ya viene la ambulancia.
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El autito celeste tenía varios vehículos adelante. Silvia se desvío hacia la banquina y estacionó. Emilce y Miguelito dormían plácidamente. El viento soplaba cada vez más fuerte, amenazaba tormenta. La licenciada había dicho que había que superar las circunstancias dolorosas, que todo duelo llega a su fin, que había que trabajar para liberar la culpa y otras cosas que Silvia no podía recordar y que tampoco tenían sentido. Con lágrimas en los ojos bajó del auto y abrió el baúl. Allí estaba la caja con ese vestido de novia que nunca había usado ni había vuelto a ver. Al abrirla le temblaron las manos. Sacó el vestido, enjugó con él sus lágrimas ,y, ante las miradas sorprendidas de sus hijos, que se habían despertado, lo dejó volar.
Silvia Verbik
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